La nueva historia de Marcelo Birmajer: El erudito de las carcajadas

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Desde que tengo uso de razón, las cosas han jugado a las escondidas en mi contra. Las lapiceras, las camisas, las estampillas, los anteojos. Alguna vez un lector de Viva me advirtió: “No es que las cosas escapen: usted no recuerda dónde las dejó”. Pero no me convenció.

El misterio del cuarto cerrado en mi caso no está relacionado con un homicidio, sino con los extravíos: mis cosas atraviesan puertas y paredes. Sé dónde las dejé, pero no están. No debemos caer en la superstición de que todo tiene una explicación. Nuestro método de ensayo y error es coyuntural y conjetural, mientras que el enigma es constante.

En algún momento de mi adultez, llegué a una hipótesis sobre por qué los elementos contraatacan. Alguna vez, las cosas tuvieron vida. El transportador, las zapatillas, la percha, existieron como seres, con sus conflictos y realizaciones. Pero descubriendo el horrible sufrimiento que depara la conciencia, prefirieron la inanidad, la objetividad del no ser. Dado que mi recurrente propósito ficcional es darle sentido a todo lo que me rodea, comenzando por mi propio saco de huesos, las cosas se rebelan en mi detrimento.

Aspiran a desconcertarme de tal modo que, como Alonso Quijano, se me ablande el seso y profiera disparates. Mucho no me falta. ¿Cómo puede ser que las cosas, olvidadas de su autonomía como seres, propendan a este ataque? Es que lo protagonizan exclusivamente las cosas de mi propiedad: son los kamikazes excepcionales, para resguardar la inanidad del resto. Todas las leyes tienen límites, excepto la de la excepción.

Al menos si pudiera encontrar mis libros, mi capacidad autodefensiva alcanzaría algún rango. Conservo milagrosamente el kindle, pero no encuentro los libros que pretendo leer o releer en papel. Me refiero a los que alguna vez compré y nunca leí, o a los que leí e intento, infructuosamente, releer en papel.

No los presté. No recuerdo haber prestado un libro en los últimos 35 años. Tampoco haber pedido prestado uno. No tiene ningún sentido prestar ni pedir prestado un libro. Nadie en el mundo necesita pedir un libro prestado para leerlo.

Esa propaganda de Cassius Clay que dice «Nada es imposible» es falsa: la mayoría de las cosas lo son. Pero en cambio, nunca es imposible leer un libro. Toda persona que quiera leer tal o cual libro, encontrará algún modo de lograrlo, sin pedirlo prestado, ni mucho menos, Dios no lo permita, robarlo. Detesto a los escritores que se jactan de robar o de que roben sus libros. No me gustan los ladrones, en ninguna de sus formas. No robarás.

En el año 2010, en Madrid, me compré el voluminoso tomo 1 del clásico chino El erudito de las carcajadas. También llamado Jin Ping Mei. En rigor, en esta traducción, a cargo de Alicia Relinque, el título y el autor o autores, anónimo, son homónimos. No sé dónde dejé el libro, pero cuando lo quise leer, a principios de marzo, no apareció. Tampoco en ebook. Había otras traducciones, pero no la más importante, que era la de mi libro, con papel de seda e ilustraciones del siglo XVIII.

¿Por qué me lo compré? Siempre he dependido de la bondad de los extraños: el Decamerón, El Quijote, las Fábulas y los cuentos de la Torá, son los únicos conocimientos que he acumulado en mi vida. Yo también sería un objeto sin propósito sin esas narraciones.

Cuando finalmente lo leí, porque contra toda conveniencia me lo compré nuevamente en Argentina, descubrí que era una mezcla del Decamerón y el Marqués de Sade. Entre sus páginas encontré inventos literarios muy anteriores a muchos de los libros en los que se publicaron en Occidente; mitos, leyendas y cuentos. Los chinos inventaron muchas más cosas, antes que la pólvora. Pero con una notoria desventaja a la hora de aplicar la máxima de Henry James: la vida es acumulación y confusión; la literatura, selección y discriminación.

Jin Ping Mei parece burlarse también del lector, en su desorden para escoger entre lo que vale la pena narrar y lo innecesario. De ahí que finalmente la idea de cuento con comienzo, desarrollo y final, hegemonizada por el Occidente liberal, siga marcando el rumbo, si bien que veleidosamente.

Pero a punto de terminar el libro -nunca hubiera llegado al final, sufriendo el 30% de las insensatas chorradas, de no haberlo pagado onerosamente por segunda vez-, volvió a asaltarme la curiosidad acerca de dónde podía haber dejado aquel ejemplar adquirido en Madrid. Meditando con la mirada perdida cayó el mate y la yerba marcó las páginas 947, 948, y la del grabado, 949, inútilmente capicúa.

Recorrí los anaqueles polvorientos, los que había tratado de olvidar, los que había efectivamente olvidado. Pasé por casas en las que había vivido, oficinas en las que trabajé. Pero de entre todos los objetos que me rehúyen, los libros son los mejores escapistas. Los Houdini del mundo inanimado. No les extrañe, como no me extrañó a mí, que buscando el ejemplar inexplorado, perdiera también el que me comprara en marzo, apenas a cien páginas de terminarlo. Ni siquiera me molesté en buscarlo. Los idus de marzo. La conspiración era tan evidente que ejecutar un paso más me dejaría en ridículo.

Por motivos absolutamente azarosos me tocó pasar una semana en Madrid. Sí me permitía a mí mismo regresar a la librería en la que había comprado el primer ejemplar de Jing Ping Mei en 2010.

La librería aún existía. Le hice una broma al vendedor, un coetáneo: le conté cómo había comprado allí el libro, cómo lo había perdido, vuelto a comprar en Buenos Aires, y vuelto a perder. Sugerí que las peripecias ameritaban un descuento.

Jordi, como se llamaba el vendedor, replicó que era imposible: conocía perfectamente Jing Ping Mei, no trabajaban con esa editorial. Jordi atendía allí desde 2008: nunca lo habían exhibido ni vendido.

¿Podía yo padecer un recuerdo fantasma, como los mutilados sienten falsamente sus miembros perdidos? ¿Había creído comprarme y perder un libro que nunca había retirado de librería alguna de Madrid? Todo parecía indicar que esa era la circunstancia. Mi memoria ya no sólo se desvanecía: alucinaba.

Decidí pasar para siempre de Jing Ping Mei. Esas cien páginas se las ofrendaba al olvido. No sería mi primera derrota, ni la más penosa. Se hizo domingo. Me asaltó una depresión como las que me paralizaban de adolescente. Caminé hasta El rastro, estaba muy cerca. Quizás encontrara algún licor apropiado, un elixir asiático usado.

Pero me encontré con Jing Ping Mei. Y no con cualquier ejemplar: con el que había comprado y perdido en Buenos Aires. No había ninguna duda. Tenía la mancha de mate en la página 948 y sucesivas. Lo compré por veinticinco euros. Alguien lo había encontrado, lo había exportado por default, y muy probablemente sin leerlo, lo había vendido dentro de un paquete de cosas viejas.

La parábola de la pérdida y recuperación del libro era más memorable que cualquiera de las historias de Ximen Quing, el protagonista del frondoso Decamerón chino. Nada que ver con los X Men, por favor. En cualquier caso, terminé de leerlo en el viaje de regreso, sin escalas ni turbulencias. El erudito de la carcajada era el diseñador de mi destino.

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