Wilson: el blanco que quería un Uruguay socialista

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OPINIÓN

El uruguayo que mejor quería replicar el modelo de Peron y Evita.

En la plaza pública de los consensos vacíos, pocos estandartes ondean con tanta unanimidad como el de Wilson Ferreira Aldunate. Basta con nombrarlo para que aflore la reverencia automática: símbolo de la resistencia, abanderado de la libertad, mártir de la democracia. Pero, como suele pasar en esta república de mitos subsidiados, conviene leer la letra chica de las biografías antes de colocarlas en el bronce.

Su ideario era el de un estatista ilustrado con pretensiones de redentor social. Su proyecto de país, lejos de limitar el poder político, aspiraba a ampliarlo en nombre del «bien común»: reforma agraria, expansión del Estado de bienestar y una política industrial inspirada, más en Evita que en Adam Smith.

La reforma agraria que promovía no implicaba devolver la tierra a legítimos propietarios, sino expropiarla para redistribuirla en base a criterios políticos. El sueño wilsonista era el de un Estado agrimensor y tutor, que repartiera parcelas como si repartiera estampitas, en nombre de una justicia social que nunca explicó cómo financiaría.

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Su visión del Estado de bienestar tampoco fue minimalista. Más bien, pretendía reforzarlo. Wilson creía en un Estado paternal que garantizara vivienda, salud, empleo y felicidad, como si eso fuera una función legítima del poder político y no una excusa para entrometerse en todas las esferas de la vida privada.

En cuanto a su política industrial, tenía todo el aroma del intervencionismo peronista: sustitución de importaciones, fomento de industrias nacionales artificiales, planificación económica y un entusiasmo casi religioso por la «producción nacional», esa entelequia que suele derivar en monopolios improductivos apadrinados por el Estado.

¿Liberalismo? Solo en la estética. Su crítica al poder fue contra las Fuerzas Armadas, no contra la hipertrofia estatal. Su defensa de la libertad fue abstracta y emocional, no estructural. Nada en su pensamiento cuestionaba el fondo estatista del modelo uruguayo. De hecho, buscaba reforzarlo con otro relato y otra épica, pero el mismo gasto y el mismo aparato.

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Ferreira fue un caudillo con ínfulas sociales. Y eso es justamente lo que más debería preocuparnos a los que sí creemos en la libertad: el culto al político que promete todo, mientras prepara el terreno para que el Estado lo regule todo.

Hoy, en tiempos de inflación moral y déficit eterno, urge recuperar la lucidez: no todo el que se opuso a la dictadura es un referente de la libertad. Y no todo lo que suena justo es justo cuando lo paga otro. Entre la libertad y Ferreira, los liberales auténticos ya decidimos hace rato.

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