Y si la escuela no fuera obligatoria?

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Pasión por el deporte, indiferencia por el aula: una comparación que interpela.

Si la escuela no fuera obligatoria, ¿quiénes elegirían ir? La primera respuesta que surge ante esta pregunta nos ofrece un panorama claro de la situación actual de la educación: un porcentaje nada menor de estudiantes evitaría asistir. Esta no es una situación completamente novedosa, ya que las sensaciones negativas hacia la escuela tienen una larga historia en nuestra sociedad. Basta recordar la conocida canción de Serrat que menciona: “Y uno es feliz como el niño cuando sale de la escuela”, para notar que la mala fama de la institución educativa lleva décadas instalada en el imaginario colectivo.

Sin embargo, existe una distinción importante que podemos plantear y no se relaciona únicamente con la educación, sino con la sociedad en su conjunto. ¿Podemos afirmar que hoy tenemos el mismo afán por el estudio que existía hace cincuenta años? Y antes de continuar es necesario hacer una aclaración: de ninguna manera se sugiere que debamos regresar a aquellos valores del pasado ni que la idealización de tiempos anteriores nos vaya a conducir con éxito hacia el futuro. Nada de eso es lo que se pretende.

La cuestión es diferente: ¿Valoramos realmente el esfuerzo, el compromiso, la perseverancia y la dedicación que están involucrados en la trayectoria pedagógica de una persona? ¿Quiénes son nuestras figuras destacadas? ¿A qué mujeres les otorgamos mayor atención y reconocimiento? No menciono a los medios de comunicación porque la respuesta también es de larga duración: sabemos bien que allí rara vez aparecen docentes o alumnos, excepto cuando se trata de un conflicto o una premiación. En ambos casos es un accidente externo el que se vuelve noticia: un paro o un reconocimiento.

Cuesta admitir que, aun con las múltiples falencias que posee el campo educativo (es decir, todos sus miembros), no merece el tamaño desinterés que recibe por parte de la sociedad. Un ejemplo notable, sencillo y cotidiano puede hallarse en el modo en que se valora el desempeño deportivo de niñas, niños y adolescentes. Los fines de semana es muy común ver canchas y eventos repletos de madres y padres que acompañan con entusiasmo el desempeño de sus hijos.

¿Genera la misma pasión prepararse para un examen? Por supuesto que no. ¿Tiene la misma significación en la dinámica familiar la final de un torneo en la que la hija es protagonista que la presentación de un trabajo en grupo o la visita a un museo? ¿Forma parte de las conversaciones, expectativas y desvelos en igualdad de condiciones? Seguramente no hace falta aclarar que no se trata de ir en contra de las actividades recreativas y que, por supuesto, existen ejemplos de comportamientos opuestos. Pero, en términos generales, no son la norma sino la excepción.

¿Cómo podríamos aspirar a participar de un debate profundo, abierto, crítico, valiente e impostergable acerca de la educación que necesitan las nuevas generaciones si nos distraemos con facilidad y no logramos brindarle el espacio necesario en nuestros intereses? Si la sociedad supone que su responsabilidad se agota en llevar a sus hijos a la escuela, evitando cualquier otra labor (aunque sea dialogar para construir un discurso afectuoso que dignifique los vínculos con los demás, con la ciencia, el arte y con el esfuerzo ajeno) es improbable que logremos convertir a la escuela en un lugar de goce grupal.

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