Desde el fin de la Década Infame y hasta el Golpe de 1976, hubo corrupciones personales, individuales, casos específicos que no alteraban el proyecto de país. Fue en ese momento cuando la Ley de Entidades Financieras impone la ganancia financiera por encima de la renta productiva. Nace entonces lo que podríamos llamar la corrupción existencial de nuestra sociedad, dado que surge del cuestionamiento de nuestro destino colectivo.
Son centenares las empresas que caerán en manos de los bancos, y lo más corrupto de ese proceso llevado a cabo durante la dictadura es que siendo las ganancias privadas, las pérdidas fueron convertidas en colectivas al ser descargadas sobre las espaldas del conjunto de la sociedad. Luego, vendrá la corrupción menemista, basada en la apropiación de los bienes colectivos para convertirlos en negociados privados. El gas, por ejemplo, que necesitó de la creación en el Parlamento de un diputado “trucho” para ser privatizado, los aeropuertos, los ferrocarriles, la energía eléctrica y siguen las firmas. Todos esos servicios pasaron de ser propiedad de los argentinos a convertirnos en prisioneros de sus nuevos apropiadores.
Con Alfonsín, la corrupción no había ocupado un lugar institucional aun cuando la generación que contaría con esas características haya surgido en esa etapa. Tanto la Coordinadora Radical como la Renovación Peronista tendrán mucho que ver con la decadencia de lo estatal sobre lo privado, dejarán a varios personajes ligados a la vida política enriquecidos, sin que se produjera el aporte de un solo estadista.
Con Néstor Kirchner, el uso del poder dejó de sobra en claro la concepción del dinero como su instrumento esencial. El mero hecho de que se haya duplicado el juego en ese período, una estructura basada en la explotación de los débiles y detrás de la cual existe siempre, absolutamente siempre, un retorno oscuro hacia el poder desnuda la idea de sociedad que Kirchner poseía. Si a su secretario Daniel Muñoz le encontraron más de cien millones de dólares, ¿qué sentido tiene discutir sobre los famosos cuadernos y su origen?
Lo de Mauricio Macri es aún peor porque logrará legarnos una deuda cercana a los cincuenta mil millones de dólares, sin esbozar siquiera un intento de justificación aunque más no fuera mediante la construcción de una cantidad apreciable- nunca suficiente- de jardines de infantes. Al parecer es un mal que se repite en el país: el dinero con el que le pagaron a Manuel Belgrano sus servicios por el triunfo de la batalla de Salta fue donado por el prócer para la construcción de escuelas. Belgrano, como sabemos, murió en la mayor de las pobrezas en 1820, y ese dinero terminó de utilizarse con el fin por él previsto recién a comienzos del Siglo XXI, en 2004. La educación no les importa a los deshonestos, es más que evidente, tanto como que diversas manifestaciones de la corrupción llevan más de dos siglos en nuestra historia. Pensemos si no en lo que fue el Unicato de Juárez Celman, tan ilustrativo que sucumbo a la tentación de mencionarlo nuevamente en este artículo.
Cristina Kirchner cometió el error de concebir a los supuestos restos de la izquierda combativa y la reivindicación de los derechos humanos como un sostén del poder popular. Grave equivocación: si el peronismo ocupó un lugar en la conciencia del pueblo fue por ser la única fuerza política capaz de expresar las necesidades de la clase trabajadora y el esfuerzo de los más humildes por integrarse a la sociedad.
Nada tan absurdo como las limitaciones mentales de quienes imaginan que la corrupción está del otro lado de la grieta sin tener en claro que su eje se sustenta en la pérdida del destino de una sociedad. Mientras el proyecto colectivo siga vigente, es decir que seamos conducidos por la política, podrá haber pecados individuales, pero no habremos de desviarnos del rumbo que nos lleve a la inserción de nuestra sociedad en el mundo.
Ya lo he dicho en esta columna y lo reitero: desde Menem para acá los grupos económicos tienen más influencia y consideración en nuestro país que los partidos políticos, y cuando lo privado se impone por sobre lo colectivo, ya no hay corrupción, sino una decadencia existencial mucho más profunda: la pérdida de la pasión por ser una nación soberana. Nuestro problema no es la corrupción, sino la concepción de la política, la necesidad de volver a ocuparnos de generar trabajo y riqueza, de integrar al conjunto de la ciudadanía. Estas exigencias se sitúan por encima de las rentas de los supuestos inversores que, en nuestro caso, no suelen pasar de ser meros vaciadores de países.
Ni la prostitución mató al amor ni la corrupción podrá ultimar a la política, como la represión y la censura no lo harán con el arte. El consumismo será siempre derrotado por el humanismo y para ello necesitamos salir de las visiones economicistas a ultranza. Los economistas son profesionales de relevancia cuando su visión está ligada a una concepción filosófica, y se tornan absolutamente patéticos cuando pierden ese lugar y sirven a intereses espurios.
Para cerrar, recuerdo una frase de Leopoldo Marechal que me acompaña desde mis primeras lecturas de este autor a quien admiro: “La Patria es un dolor que aún no tuvo bautismo”.